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A comienzos de la década del ‘60 una película argentina dirigida por Daniel Tinayre sacudió los convencionalismos por su temática innovadora y, sobre todo, por el escenario en que transcurrían los hechos. Se trataba de La Cigarra no es un bicho, un filme coral de tinte policial y picaresco donde todo sucedía en habitaciones y pasillos de un hotel alojamiento cuyo nombre era, precisamente, La Cigarra.
Como si se fuera una mezcla entre la ficción y la realidad, en el barrio de Palermo existe, también desde la década de los ‘60, un albergue de ese tipo, donde las parejas van a pasar un rato de intimidad, que se llama La Cigarra y que es un clásico de la ciudad entre los establecimientos de este particular rubro destinado 24/7 al amor.
Existe la fuerte creencia, casi un mito, de que el hotel le dio nombre a la película, pero la realidad es la inversa. Este recinto para los encuentros románticos, ubicado en la calle Godoy Cruz y Juncal, tomó su nombre del “telo” del filme de Tinayre. Sin embargo, hay algo cierto. En palabras de Diego Torreiro, socio gerente de La Cigarra, “todo el mundo conoce este lugar por la película”.
Torreiro, que comenzó en el hotel hace 35 años, repasa para LA NACION la historia de este establecimiento que está a punto de cumplir 60 años y que se encuentra fuertemente ligado a su familia. Primero, con su abuelo gallego, que se metió en el negocio cargando su culpa católica, y luego su padre, que implementó en la Argentina cambios revolucionarios para este tipo de lugares, que antes apenas estaban equipados con una cama y un baño. “Lo que uno quiere es vender un poco de fantasía”, asegura quien se encuentra a cargo de La Cigarra.
–Diego, ¿cuál es la relación de tu familia con La Cigarra?
–Mis abuelos son españoles, de Lugo. Escaparon del franquismo y vinieron a la Argentina. Traían algunos ahorros. Mi abuelo empezó a trabajar en el Correo y acá tenía un padrino que lo ayudaba y lo hizo invertir en bares y restaurantes. En un momento mi padrino le vino con la ocurrencia de invertir en lo que en aquel momento se llamaba “amuebladas”. Te hablo del año sesenta y pico…
–¿Entraron entonces en ese negocio?
–Sí, pero lo que cuenta mi familia es que mis abuelos no querían saber nada porque eran muy católicos. No entendían el negocio y mi abuelo se metió con una participación menor pero en contra de su voluntad y la de mi abuela. Pero así se fue avanzando. Donde primero pusieron dinero fue en el Amancay, que está todavía, es otro de los que quedan en Palermo. Mi abuelo, que se llamaba Manolo, le dice a mi padre, Horacio, si quería trabajar ahí, y él empezó como conserje de ese hotel, con una participación mínima en las ganancias.
–¿Todavía no tenían La Cigarra?
–No, mi papá siguió trabajando en el primer hotel y salió la oportunidad, le ofrecieron comprar La Cigarra. Vendió lo que tenía allá y compró acá. En sociedad con mi abuelo, compraron este hotel en 1972, pero ya venía desde 1965. El hotel ya era muy conocido porque se habían hecho dos películas: La Cigarra no es un bicho y La cigarra está que arde.
–Eso te quería preguntar: ¿el hotel es posterior a la primera de estas películas?
–Sí. Las películas se hicieron antes, y tomaron el nombre de ellas. Pero todo el mundo conoce este lugar por las películas.
–En muchos sitios de internet se dice incluso que las escenas del filme se grabaron acá…
–No, eso es parte de la fantasía popular, se filmó en estudios. Pero se aprovechó el nombre para ponerle a este hotel.
Para aclarar los tantos, puede señalarse que la película de Daniel Tinayre se estrenó en el año 1963 mientras que el Hotel La Cigarra, tal como lo afirma Torreiro en base a los registros, abrió en el año 1965, por lo que sería imposible que sus habitaciones hayan sido utilizadas para realizar la película. Además, existe otro hecho innegable: La Cigarra no es un bicho está basada en una novela del mismo nombre del autor Dante Sierra, cuya fecha de publicación es 1957.
Lo cierto es que lo que pone sobre el tapete esta cinta de cine nacional es el auge de este tipo de establecimientos para la intimidad en la Buenos Aires de los años 60. Y lo hace con una original trama: un marinero que ingresa al hotel con una acompañante sería víctima de la peste bubónica y eso hace que el alojamiento y todos sus cohabitantes entren en un período de cuarentena obligatoria. Esto genera un sinfín de situaciones dramáticas y también divertidas entre los clientes encerrados en cada cuarto, interpretados por verdaderas figuras del séptimo arte argentino como Luis Sandrini, Mirtha Legrand, Amelia Bence, Ángel Magaña y Narciso Ibáñez Menta, entre otros.
–Diego, ¿cómo era La Cigarra cuando la compran tu abuelo y tu padre?
-Como te dije, era una “amueblada”. Se usaba para citas, claro, para parejas, pero tenías una cama, un baño y nada más. Eran todas iguales. La revolución de este hotel la dio mi padre en su momento cuando viajó a Brasil y en Brasil vio una habitación que tenía un televisor colgado. Y dijo: “¡Qué bueno esto!”. Acá no existía eso. Vino, lo habló con los socios que le dijeron: “La gente viene acá a tener relaciones, no a ver televisión”. Pero logró que pongan televisores en dos habitaciones. Y lo que pasó fue que todo el mundo pedía esas habitaciones con el televisor.
–¿Los televisores pasaban películas condicionadas?
–No. Todavía no había nada. Después, mi padre trajo de Brasil un VHS con películas condicionadas de allá. Fue el primer hotel en el que se pasaron películas. Y después, junto con eso toda la invención de los espejos.
–¿Eso cómo fue?
-Mi papá tenía una empresa de decoración. Al haber tantas imperfecciones en las paredes, que están manchadas, o rotas, la mejor forma de taparlas era con placas con espejos. Así es como empezó a poner espejos hasta en el baño, en el techo del baño, el techo de las habitaciones, en los costados. Me acuerdo que contrató a un vidrierista que trabajaba full time acá adentro. Estaba todo el día decorando y decorando. Incluso venía gente de otros hoteles a ver lo que estábamos haciendo para empezar a copiarnos. Esto fue a mediados de los ‘70. Entre el 70 y el 80 fue el furor de estos hoteles.
–Sumar un jacuzzi y todo lo demás, como las luces, la música, ¿también vino en esa época?
–Claro. De lo que se trata es de vender un poco de fantasía. Algo distinto a lo que tuviera una pareja en su casa. Nadie tenía un espejo en el techo de su casa. Entonces la gente lo hacía mirándose al espejo y era algo distinto. El televisor también. Nadie veía una película pornográfica en su casa. Hoy todo cambió, ¿no? Pero se buscaba la forma que la gente encuentre algo distinto. Después se empezó a tematizar las habitaciones, darle a cada una una temática distinta. Ahora vamos a ambientarlas con muebles eróticos, a buscarle la vuelta para que la gente se divierta.
–¿Cambió la actitud de la gente con relación a este tipo de lugares?
–El sexo siempre fue tabú. Pero ahora creo que la gente no tiene tanto pudor como antes. Hoy, por ejemplo, me pagan con tarjeta de crédito, o Mercado Pago… si bien tengo un nombre de fantasía, es muy fácil de adivinar. Antes venían más escondidos, la gente se tapaba. Ahora no hay tabúes, las chicos vienen a estar tranquilos, eso también está bueno. Otra diferencia es que antes pagaba el hombre. Ahora, generalmente hacen una vaquita pagan los dos. En nuestra época no era así.
–¿Cuándo empezaste a trabajar acá?
–En el 90.
–Eran los tiempos en que Godoy Cruz era parte de la zona roja de Palermo, donde había oferta de sexo en la vía pública ¿cómo viviste eso?
–Para mí fue durísimo. Yo empecé muy joven y lo que buscaba era tranquilidad. Venía mucha gente, es verdad, pero era un lío. Tenía en la esquina dos chicas, porque era un lugar muy visible. Paraban en la puerta. Yo buscaba como clientes parejas que quieran estar en un lugar tranquilo para escaparse de los chicos, de la monotonía y todo esto de la zona roja me echaba para atrás ese tipo de gente. También había venta de sustancias, drogas, cosas raras. Para mí era un dolor de cabeza.
–Me imagino que con tantos años en el negocio habrás visto de todo acá adentro ¿es así?
–Sí. Acá ha pasado de todo. Siempre digo que este es el templo del amor. Todos mis amigos de mi edad, tengo 51 años, han venido con la novia. Eso es lo bueno, que es un lugar que está presto para el amor, para el placer. Pero también pasaron cosas feas. De muerte. Tuvimos un caso hace un par de años de una pareja que después me entero se habían divorciado. Vinieron como a pactar la desvinculación matrimonial y entraron lo más bien, pero el marido mató a la mujer. Un femicidio. Y después, se tiró por la ventana. Está vivo y está preso. Pero esas cosas feas pasaron.
–¿Están atentos a que no sucedan episodios violentos en las habitaciones?
–Sí, somos muy respetuosos del tema que no queremos líos. Si escuchamos gritos, peleas, algo raro, vamos nosotros o llamamos a la policía, que viene enseguida. Nosotros queremos implementar un botón antipánico para que lo accionen desde la habitación. Eso por la seguridad, está bueno.
–¿Pasó de gente que viniera a buscar aquí a su marido o a su esposa?
–Sí, muchísimo. Me ha pasado de gente que me dice: “¿Mi marido está acá?”. Nosotros no podemos dar esa información, porque es un tema íntimo. Le dijimos a una mujer, por ejemplo, que no le podíamos dar información. “Pero ahí está el auto de él. Llamenlo”, nos dice. Lo que nosotros hacemos es avisarle a la pareja: “Están preguntando por vos”, y le facilitamos a la persona que salga por otro lado. Pero lo feo de todo es la mujer que se quedó como ocho horas esperando a su marido y la persona se había ido. En un momento les dije a los chicos: “Che, diganle que no hay nadie, que el hotel está vacío”. Esas cosas pasan…
Torreiro habla con LA NACION en su oficina ubicada en el último piso de La Cigarra. Es una pequeña sala sin detalles particulares que contrasta con el resto del hotel, donde domina una iluminación tenue y de tonalidades rojizas. A un lado suyo hay un gran monitor con imágenes de los sectores comunes del albergue transitorio. Eso lleva a la siguiente pregunta, que tiene que ver con una especie de leyenda urbana.
–Diego, existe la creencia popular de que en las habitaciones del hotel alojamiento espían a las parejas, ¿qué decís sobre esto?
–Ese es un mito que me lo dice todo el mundo. Vos imaginate que uno en un hotel con todo lo que vale jamás cometería ese error porque me pueden hacer un juicio. Es muy peligroso. Sí tenemos cámaras de los espacios comunes, corredores, conserjería, recepción, cocheras, pero en las habitaciones no hay nada porque… ¿en qué me beneficia a mí?
–Está claro que no se ve lo que ocurre en los cuartos, pero a veces se escucha…
-Sí, pero al trabajar tanto acá te acostumbrás. Es que la gente acá se libera, libera la parte de gritos.
–¿Tenés estudiado cuál es el target de la gente que viene al hotel?
–La gente está bastante sectorizada. A la mañana viene gente más grande. No sé por qué, capaz es una forma de relajarse, de encontrarse. A la tarde mucho más gente de oficina, la famosa trampa. A la noche, más gente de la noche, gente que quizás sale a comer y viene a dormir acá.
–¿Hay “temporada”? ¿Los clientes vienen más en verano o en invierno?
–En invierno. La temporada baja nuestra es enero y febrero, como en toda Buenos Aires, que la gente se va de vacaciones. Es bajísima. En marzo levanta un poco. Y diciembre es el mes que más se trabaja porque la gente está más relajada: en fin de año se festeja más. Pero en general, es como todo comercio, cuando la gente tiene plata va a comer, al cine, al teatro y también al hotel. Cuando no hay plata los clientes que vienen una vez por semana empiezan a venir una cada 15 días o una vez al mes. Esto es así, lo maneja el bolsillo.
–¿Se trabaja bien el Día de los Enamorados?
–Es el día que más se trabaja. Históricamente. El día anterior, el 13 de febrero, también, porque hay un mito que es el Día de la Infidelidad, del “antienamorado”. Esos son las jornadas que más gente viene. Y a fin de año: el 30 de diciembre vienen como a despedir el año… También se trabaja bien.
–Siempre estamos hablando de gente que entra y sale del hotel, que es la que le da vida al negocio. Te tengo que preguntar, entonces, ¿cómo viviste la pandemia y la cuarentena?
–Fue durísimo, porque de un día para el otro cerraron todos y acá hay 20 personas que comen del hotel. Había que buscar la forma y uno vive al día. Nos tuvieron casi nueve meses cerrados. Mantener el edificio, además, que al no usarlo se desgasta, se cae. Al tener ingresos cero es durísimo. No nos quedábamos mucho, estábamos en el límite de decir: “Bueno, que sea lo que Dios quiera”. Después se acomodó todo.
Si se hace una comparación con los tiempos pasados, en La Cigarra no es un bicho o La Cigarra está que arde, de 1967, todas las duplas protagonistas eran heterosexuales. Ahora, los tiempos han cambiado. En la página de Instagram del hotel, se invita a sus habitaciones a las parejas con la frase: “(Vení) con quien vos quieras”. Además, luego de un cambio de reglamentación del año 2018, se permite el ingreso a las habitaciones de a tres personas y también parejas swingers. “Yo más de cuatro personas no permito, porque se descontrola”, señala Torreiro, que se muestra a favor de estos cambios, pero también se preocupa por mantener la tranquilidad en su negocio. “Los fines de semana vienen de a tres, pasa. No tanto, pero capaz que vienen cuatro o cinco tríos. Cambió mucho eso. Cambiaron los tiempos”, asegura.
–¿Viene gente sola?
–También. Al ser Palermo un lugar tan turístico esa gente capaz está en Aeroparque y tiene que viajar. Me han pedido una habitación y se las he vendido. O gente que tiene la fantasía de entrar solo para quedarse solo, ver una película… mientras paguen la habitación y no hagan lío, entran.
–La última, Diego: ¿qué diría tu abuelo hoy al ver la evolución del negocio?
–Creo que diría: “La invertí bien”. Fue una buena inversión en su época. El que más la vivió fue mi padre, el crecimiento. Empezamos por un hotel y fuimos comprando y hoy tenemos tres (La Cigarra y dos más en el conurbano). No sé cuántos negocios hoy en día atraviesan las generaciones. Estamos hace más de 50 años y seguimos dando batalla, tratando de darle trabajo a la gente.
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