La flor que no floreció: el secreto del emperador que enseña el valor de la honestidad

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Dicen que, en un lejano reino, el emperador sabía que su tiempo se estaba acabando. Era amado, respetado, pero aún le quedaba una última decisión que tomar: elegir a su sucesor.

Sorprendiendo a todos, decidió no elegir a uno de sus ministros ni a uno de sus hijos. Convocó, en cambio, a todos los jóvenes del reino a una gran plaza. Cuando estuvieron reunidos, les habló con solemnidad:

— Ha llegado el momento de que deje mi trono. Y he decidido que el próximo emperador será uno de ustedes.

Los jóvenes se miraron, desconcertados. Pero el emperador continuó:

—Hoy, les entregaré a cada uno una semilla. Una sola. Es una semilla especial. Deberán plantarla, cuidarla, regarla. Dentro de un año exacto, volverán aquí con lo que hayan logrado hacer crecer. Evaluaré lo que traigan y elegiré, entre ustedes, a quien reinará después de mí.

Uno de esos chicos se llamaba Ling. Recibió su semilla como todos los demás, corrió a casa, le contó todo a su madre, y juntos prepararon una maceta con buena tierra. Ling plantó la semilla y comenzó a regarla cada día con dedicación y esperanza.

Cuando uno cambia, todo cambia

Pasaron las semanas. Sus amigos hablaban con entusiasmo de los brotes verdes que empezaban a asomar en sus macetas. Algunos incluso ya tenían pequeñas plantas. Pero la de Ling… nada.

Pasó un mes. Después dos. Después seis. Y su maceta seguía vacía.

Ling se sentía un fracaso. Pensó en plantar otra semilla. Nadie se daría cuenta. Pero no lo hizo. Algo en su interior le decía que debía ser fiel a lo que había recibido.

Llegó el día del regreso al palacio. Los jóvenes llegaron con macetas llenas de flores coloridas, árboles pequeños, arbustos perfumados. Ling, en cambio, fue con su maceta vacía.

—No puedo ir con esto —le dijo a su madre—. Todos se van a reír de mí.

Pero ella lo miró con ternura y le respondió:

—Tenés que ir. Y tenés que ir con la verdad.

Y así lo hizo. Llegó al palacio cabizbajo, abrazando su maceta sin vida. Algunos lo miraron con lástima. Otros se burlaron abiertamente.

—¿Eso trajiste? —le dijo uno riéndose—. ¡Ni una hojita!

Ling se quedó al fondo de la sala, deseando desaparecer.

Hasta que apareció el emperador. Caminó entre los jóvenes, admirando las plantas, comentando en voz alta la belleza de lo que habían hecho crecer.

Y entonces, sus ojos se posaron sobre Ling.

—Tú, al fondo —dijo el emperador—. Acercate.

Ling tembló. Pensó lo peor. Sintió que todos lo miraban y se reían. Caminó al frente con vergüenza, como si llevara en sus manos no una maceta, sino su propio fracaso.

El emperador le preguntó su nombre.

—Me llamo Ling —respondió con voz baja.

El silencio se apoderó de la sala. Y entonces, el emperador sonrió. Y con voz firme, dijo:

Hoy, les presento a su nuevo emperador. Su nombre es Ling.

Los murmullos crecieron. Nadie entendía.

—¿Ling? ¿El del balde vacío?

El emperador levantó su mano pidiendo silencio.

—Hace un año —dijo—, les entregué semillas a todos. Pero eran semillas hervidas. No podían crecer. Era una prueba. Todos ustedes, al ver que su semilla no germinaba, la cambiaron por otra. Todos… menos uno.

Y señalando a Ling, agregó:

Este joven fue el único con el coraje de ser honesto. El único que eligió decir la verdad, aunque eso significara cargar con la vergüenza. Esa es la clase de persona que quiero como líder. Esa es la clase de integridad que este reino necesita.

Metáforas de la vida

Esta historia, como tantas que sobreviven al tiempo, no trata solo de un trono ni de una semilla. Es una metáfora de la vida. A cada uno de nosotros se nos dio una “semilla”: nuestra alma, nuestra historia, nuestra manera única de sentir, de pensar, de ser.

Sin embargo, vivimos en un mundo que nos empuja a sustituirla. A cambiar nuestra semilla por otra que sea más aceptada, más vistosa, más rápida, más “exitosa”.

Nos enseñan que, si no florecemos como los demás, algo está mal con nosotros. Que si no mostramos resultados visibles, no valemos. Que hay que aparentar, aunque por dentro estemos vacíos.

Pero lo que el mundo necesita —lo que nuestros hijos, nuestras parejas, nuestros amigos y comunidades más necesitan— no es una maceta llena de flores falsas.

Necesitan nuestra verdad. Nuestra sinceridad. Nuestra semilla, aunque aún no haya brotado. Aunque tarde más. Aunque parezca vacía.

La psicóloga Brené Brown, especialista en vulnerabilidad y coraje emocional, sostiene que “la conexión humana solo es posible a través de la autenticidad”. En sus investigaciones descubrió que las personas más plenas son aquellas que se atreven a mostrarse tal cual son, incluso con miedo, incluso imperfectas. Según Brown, la vergüenza se disuelve cuando se enfrenta con verdad. Y la verdadera pertenencia no se construye encajando, sino siendo.

Y ahí aparece una de las tensiones más profundas del alma humana: la necesidad de pertenecer y la necesidad de ser uno mismo.

Cuando ambas coinciden —cuando podemos pertenecer siendo auténticos—, hay una sensación de hogar, de aceptación real. Pero muchas veces esas dos fuerzas chocan. Porque si me muestro como soy, tal vez el grupo me rechace. Entonces, ¿qué hacemos?

Por instinto, solemos priorizar la pertenencia. Porque desde la lógica de la supervivencia, estar dentro del grupo nos protege.

Así, comenzamos a silenciar nuestra voz, a vestirnos con máscaras, a adaptarnos a las expectativas ajenas. Y en ese proceso, algo en nosotros se rompe. La relación con uno mismo se erosiona. Porque nada duele más que el abandono interior.

Pero desde la perspectiva de la trascendencia, ser uno mismo es sagrado.

No hay mayor fidelidad que la de ser coherente con lo que uno realmente es, incluso si eso implica caminar solo por un tiempo.

Y el desafío más noble es este: encontrar un grupo donde pertenecer sin dejar de ser vos mismo. Un lugar donde tu semilla, aun sin brotar, sea bienvenida.

Como enseñaba también el Baal Shem Tov: “Rajmaná liba baei” —Dios desea tu corazón. No tu perfección. No tus logros espectaculares.

Tu corazón, Tu autenticidad

Y quizás, cuando logremos mostrarnos tal cual somos, sin cambiar nuestra semilla por la de otro, entonces —y solo entonces— descubramos que eso es lo que realmente nos hace dignos de liderar… aunque sea solo nuestra propia vida.

Porque, como decía el Rebe de Kotzk:

“No hay nada más entero que un corazón roto.”

Un corazón vulnerable. Un corazón sincero.

Buen fin de semana.

(*) Rafael Jashes – Rabino

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