Dólar, inflación y reformas: el futuro del modelo argentino

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Desde el inicio del mandato de Javier Milei, el nuevo régimen macroeconómico argentino se articuló sobre tres anclas esenciales: la fiscal, la monetaria y la cambiaria. A menos de un mes de asumir, el gobierno eliminó el déficit fiscal primario mediante un ajuste drástico del gasto público, una medida que parecía inviable política y socialmente en un país acostumbrado a bloquear en las calles cualquier intento de modificación que rozara privilegios adquiridos.

El proceso, sin embargo, mantuvo la singularidad de no romper contratos ni afectar la propiedad privada. La historia reciente argentina ofrecía antecedentes de estabilizaciones conseguidas con costos sistémicos muy altos: el plan Bonex y la pesificación asimétrica dejaron cicatrices de confianza que aún hoy limitan el crecimiento potencial y la disponibilidad de crédito. En contraste, el actual esquema cerró el déficit sin recurrir a esos atajos de emergencia.

En lo monetario, el giro fue igual de contundente. Desde diciembre de 2023 se canceló por completo la emisión de dinero para financiar al Tesoro, logrando un superávit financiero sostenido. Hacia mediados de 2024 se cerró también el segundo grifo monetario, asociado a la compra de reservas, y tras la salida del cepo en abril de 2025 se completó la estrategia con tasas de interés reales positivas, que estimularon el ahorro y moderaron la demanda de divisas.

Estas medidas, de difícil instrumentación técnica y alto riesgo político, eliminaron el déficit primario y el cuasi fiscal, drenando varios puntos de base monetaria que se destinaban a pagar intereses de la deuda del pasado. Sin embargo, en un país bimonetario como Argentina, la estabilización requiere controlar tanto el peso como el dólar. Por ello, se ejecutó una devaluación extraordinaria, un overshooting cambiario pensado para resistir hasta la salida del cepo, complementada con un crawling peg del 2% mensual para evitar una apreciación real prematura.

La tercera ancla, la cambiaria, fue la más discutida. En los meses previos a la liberación del tipo de cambio ya se evidenciaban tensiones en el esquema blend para exportadores, que implicaba un drenaje anual de casi 15.000 millones de dólares a las reservas del Banco Central. La salida del cepo resultó oportuna, ejecutada durante el segundo trimestre, cuando la fuerte liquidación del agro aportó la liquidez necesaria para sostener la flotación entre bandas anchas, un régimen al que la economía local no estaba habituada.

En paralelo, la política de desregulación impulsó medidas orientadas a simplificar, desburocratizar y abrir la economía al mundo. Después de décadas de supervivencia en un contexto de riesgo país estructuralmente alto, con márgenes diseñados para protegerse más que para competir, este nuevo marco exige eficiencia: las empresas que esperen subsidios o devaluaciones como tabla de salvación encontrarán un régimen que no perdona la inercia.

Los primeros resultados del programa económico superaron expectativas: la inflación cayó del 220% anual a menos del 30%, la pobreza descendió del 43% en diciembre de 2023 al 31% en marzo de 2025 y el PBI crece al 6% anualizado. Sin embargo, esta recuperación es heterogénea: los sectores exportadores lideran y crece la compra de los bienes durables, mientras que los vinculados al consumo masivo aún muestran cierta recesión.

De cara al futuro inmediato, los desafíos son múltiples. En el plano fiscal, bajar impuestos se vuelve urgente para devolver competitividad, pero el timing será crítico para no arriesgar el equilibrio primario. La esperada reforma impositiva, cuyo proyecto se presentaría tras las elecciones de octubre, buscará simplificar el esquema, aumentar la eficiencia recaudatoria, reducir la informalidad y bajar la presión fiscal sin descuidar la solvencia del Estado.

La política monetaria, por su parte, deberá garantizar que el circulante no supere la demanda real de dinero. Un exceso de liquidez pondría en jaque la estabilidad cambiaria; una restricción excesiva, en cambio, limitaría la expansión productiva. Ante este dilema, el gobierno apuesta a la dolarización endógena, promoviendo el uso de los dólares no bancarizados en la compra de bienes durables e inmuebles, como vía de monetización no inflacionaria.

El frente externo se presenta como un semáforo amarillo. El déficit de cuenta corriente trepó a 5000 millones de dólares en el primer trimestre. Este rojo parcial se explica por la combinación de importaciones de bienes de capital —tras años de descapitalización— y la compra precautoria de divisas, en un país con historia de devaluaciones traumáticas. A esto se suma la salida por turismo, incentivada por un tipo de cambio real más competitivo para viajar.

Aunque aún no se publicaron los datos del segundo trimestre, se presume un comportamiento similar. En el tercer trimestre, con la incertidumbre electoral, podría intensificarse la dolarización de carteras y caer la liquidación de exportaciones por razones estacionales. Si los ingresos de la cuenta capital fueran insuficientes, el esquema de bandas permite movimientos hasta los 1400 pesos por dólar sin riesgo sistémico. Un deslizamiento hacia ese nivel no implicaría una espiral inflacionaria, dado el actual estancamiento salarial y la moderada demanda agregada.

La pregunta clave es si el tipo de cambio en el mediano plazo reflejará una Argentina 2030 con Vaca Muerta y la minería como nuevos “agros” multiplicadores de divisas o si los desafíos inmediatos impondrán un reacomodamiento previo. El país requiere, además, avanzar en reformas estructurales —laboral, previsional, impositiva— y refinanciar su deuda externa, para lo cual necesita bajar su riesgo país a niveles de 400-500 puntos básicos, condición para acceder al crédito voluntario a tasas sostenibles.

El mercado, como siempre, anticipa. No siempre acierta, pero reacciona antes que los diagnósticos académicos. Por ahora, las anclas fiscal y monetaria sostienen la estabilidad. El dólar se mantiene controlado y la inflación continúa su sendero descendente. Sin embargo, la sostenibilidad de este esquema dependerá de un factor menos técnico y más político: la capacidad del gobierno para construir consensos y viabilizar reformas de fondo, en un escenario global cada vez más restrictivo y competitivo.

Argentina se encuentra ante una oportunidad histórica de reconfigurar su modelo productivo y su inserción internacional. La disciplina fiscal, la independencia monetaria y la apertura comercial son condiciones necesarias. Pero no suficientes. La clave estará en traducir la estabilidad macroeconómica en un crecimiento inclusivo, capaz de revertir décadas de pobreza estructural y fuga de talento, para construir finalmente un país que no solo estabilice sus cuentas, sino también su destino.

por Antonio Aracre

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